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EL BLOG DE UN LIBERTARIO

LO RECTO Y LO TORCIDO

Cuando El Vaticano da una consigna, los obispos se afanan en propalarla. Este es el caso de una expresión que, en los últimos tiempos, hemos oído con insistencia: me refiero a la de “conciencia rectamente formada”. Según los representantes de la Iglesia católica y romana en España, sus fieles son personas rectas y los demás (por eliminación lo digo) son torcidas. ¡Por eso aprueban las leyes que aprueban, homologando los derechos de todos los ciudadanos con independencia de su orientación sexual!

En principio, la expresión puede tener su gracia, pero tomada detenidamente nos retrotrae a una época que creíamos periclitada: aquella en la que la Santa Madre se erigía en depositaria de la Verdad Única y Revelada, y a los ciudadanos (tenidos por ovejas del rebaño de Dios) no les quedaba más que atenerse a sus dictados inefables, inexplicados e inexplicables.

A tenor de las declaraciones episcopales que venimos escuchando desde que el PP perdió el poder en las urnas (única sede de la soberanía popular, según la Constitución Española), se diría que la Iglesia se ha propuesto devolvernos a los tiempos conciliares... del primer concilio quiero decir, ya saben: “España, evangelizadora de la mitad del orbe, martillo de herejes, luz de Trento...” que escribiera Menéndez y Pelayo. Nada queda del propósito ecuménico y tolerante que animó el Concilio Vaticano Segundo, con su apertura al diálogo interreligioso y a la cooperación con la sociedad laica. Vuelven las declaraciones furibundas, los anatemas y las listas negras de personas torcidas: gays, socialistas, ateos, masones... y demócratas.

Porque un demócrata es una persona que sabe que no sabe, o que no lo sabe todo; que tiene su verdad por provisional; que la comparte con su vecino para tratar de organizar la convivencia común del mejor modo posible; que dialoga sobre lo que conoce para acceder a un mínimo conocimiento acerca de lo que ignora; que se informa, aunque está convencido de que la ola de la realidad siempre acabará cubriendo su frágil cabeza.

La persona dotada de “una conciencia rectamente formada”, por el contrario, no tiene ninguna duda: le basta con obedecer las órdenes que le transmite el vicario de Cristo, si ya no desde el púlpito, sí desde el periódico, la radio y el televisor (los templos ya no son lo que eran). El católico, soldado del ejército de los elegidos, jamás vacila: lo que tiene que pensar, se lo chiva el párroco; lo que tiene que purgar, se lo indica el confesor. La suya es un alma recta, sumisa: responde como un eco a la voz del sargento de Dios pues, como se sabe, donde hay patrón...

Visto así, yo me pregunto cómo pueden coexistir pacíficamente dos tipos de ciudadanos tan dispares en el seno de una misma sociedad: si unos, los torcidos, se proponen convenir mediante acuerdos públicos y notorios el destino de nuestro barco común, mientras los otros, los rectos, se afanan en pedirle la carta de navegación a un gobernante extranjero. No es broma: me resulta difícil imaginar cuál puede ser la ruta de una embarcación tripulada, al mismo tiempo, por dos clases de personas tan opuestas entre sí.

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