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EL BLOG DE UN LIBERTARIO

TIBIOS E INCENDIARIOS

Ya no quiero distinguir entre izquierdas y derechas, españoles y romanos, laicos y beatos: ahora voy a hablar del orbe partido en dos, entre tibios e incendiarios.

Los tibios están en el centro, todo gravita a su alrededor. Son los funcionarios, los empleados de banca, las amas de casa. Buscan la equidistancia respecto a los extremos y huyen de las aristas peladas como de la peste. Son sensatos, insulsos, apuestan por la moderación más por pereza que por elección. Pactan, no por generosidad, sino porque les repele la cruzada, el envite, la confrontación. Son el Pueblo llano: los que tienen poco que ganar si cambian las cosas, y por eso apuestan por la inercia y el caballo ganador. Esa es la razón de que, quien conquista al ciudadano tibio, tiene media contienda ganada en la carrera por la elección.

Luego están los incendiarios, de un lado y de otro. Gentes con grandes convicciones, propugnadas con retóricas sonoras: son los que se envuelven en las banderas, los que gritan mucho, los que zarandean, los que interrumpen siempre la conversación, los que se creen depositarios de las esencias patrias, aunque su patria ya haga tiempo que cambió de faz y pensamiento. Estos amigos de la llama y del clamor, por desgracia para ellos y fortuna para los demás, son siempre los menos: eso les vuelve especialmente inoperantes, de manera que tratan de prenderle fuego al orbe para que todo el mundo arda con ellos.

Ahora bien, comoquiera que el Pueblo tibio se aleja de cualquier postura extrema a no ser que ésta se ubique de nuevo en el centro (de ahí el proverbial "chaqueterismo" español), tienen pocas esperanzas los amigos de la cerilla y el mechero. Es más, cuanto más se enardecen, mayor es su aislamiento y su encono en predicar en el desierto.

De manera que, amigos tibios de izquierdas y derechas, frente a las palabras necias de los incendiarios, no apelemos a nada ni a nadie: limitémonos a que los acontecimientos sigan su manso curso hacia su desembocadura, la del apaciguamiento final de todos los discursos, hermanados en su común inanidad efectiva.

EL TRABAJO EMBRUTECE

"Desde que uno se da al trabajo, él mismo se vende y se pone al nivel de los esclavos” (CICERÓN, De los deberes, título II, capítulo XLII)

1. Es frecuente oír por ciertos pagos la siguiente descalificación del adversario dialéctico: “lo que le pasa es que tiene demasiado tiempo libre”. Traducido: “trabaja y calla”. Tal vez así, doblando el lomo y agachando el testuz, se consiga imponerle silencio o lograr que sus argumentos pierdan peso específico por falta de tiempo material para fundamentarlos. En cualquier caso, se asocia el trabajo con virtud y todo atisbo de ociosidad (elegida o impuesta) como un pecado que debe ser expiado.

2. Cuando Dios en persona expulsó a Adán y Eva del Jardín del Edén no les dijo “ganaréis el pan trabajando ocho horas diarias”, sino: “con el sudor de vuestra frente”. Es evidente que, para comer, es preciso realizar algún que otro esfuerzo (físico o intelectual). Lo que no es tan evidente es que el único modo de conseguir un mendrugo de pan sea firmando un contrato laboral. Hace unos días, se daba a conocer una estadística oficial según la cual, en España, cerca de 450.000 hogares subsisten sin que trabaje ninguno de sus miembros. Parece claro que no todo el mundo se ha plegado al dogma del trabajo: todavía existen quienes ponen en duda que el trabajo dignifique.

3. Moisés descendió del monte Sinaí con las tablas de la Ley, entre cuyos mandamientos figuraba (según la interpretación católica del Antiguo Testamento): “santificarás las fiestas”. Si Yahvé hubiese considerado el trabajo como una ocupación digna de serle consagrada, ¿no lo habría preferido a la mera holganza?

3. Cuando los judíos cruzaban la puerta de Auschwitz, les recibía un letrero con la siguiente inscripción: “El trabajo os hará libres”. Nunca como entonces se hizo tan explícita la ósmosis entre sumisión laboral y dominación social. Trabajar, en los términos en que se trabaja en la sociedad occidental, es (y no puede dejar de ser) un modo de obedecer.

4. La Dictadura franquista lo sabía muy bien. Por eso se empeñó en lograr el pleno empleo para todos los españoles (aunque fuera deportándolos en tren a Suiza, Francia o Alemania). La inclusión de la “profesión” entre los datos personales que se debían consignar en el D.N.I. no era inocente: implicaba que el sujeto había sido escrupulosamente encuadrado en una estructura social fija. No en vano, hasta hace pocos años al empleo se le conocía con el nombre de “colocación”. Trabajar era ubicarse socialmente; no hacerlo, convertirse en un asocial, en una amenaza ambulante para una sociedad petrificada.

Esta estrategia la completó Manuel Fraga, el actual Presidente de Honor del Partido Popular, con la ineludible pata penal: quien no justificara un empleo, se vería sometido a la Ley de Peligrosidad Social o, como bien se la conocía popularmente: de vagos y maleantes. Un desocupado era (¿es aún?) un ser sospechoso, un delincuente en potencia… un conspirador contra el orden instituido por el Amo-empleador.

5. ¡Qué poco hemos cambiado los españoles en este aspecto! En todas las encuestas sociológicas, el paro aparece insistentemente mencionado como primera preocupación de la población. Franco hizo muy bien su labor: logró que el ciudadano se identificara hasta tal punto con el rol del trabajador, que fuera de él se siente como un espectro provisto de consistencia, no sólo social, sino personal. Una película como Los lunes al sol, con su apariencia de proximidad a los problemas del Pueblo llano, no viene sino a confirmar esta simbiosis perversa entre el individuo y su utilidad social, cristalizada en forma de empleo. Ser es trabajar; el paro es visto como una sima, como el agujero negro en el que uno pierde todos sus atributos.

6. La centrifugación planetaria del concepto de trabajo como proveedor de identidad pública y privada es la que ha provocado la conversión de amplias poblaciones al credo laboral del capitalismo avanzado. La inmigración ilegal, que al empresario español le permite dinamitar impunemente los convenios colectivos, corrobora los peores presagios: a estas alturas de milenio, no hay comunidad étnica que no haya sido contaminada por la fe en el trabajo como pasaporte, ya no para la felicidad, sino para la propia existencia. Resulta de todo punto desolador escuchar a un inmigrante ilegal justificar su odisea en nombre de “una vida mejor” que, en su confusión, identifica con un empleo. Para él, deslomarse a cambio de cuatro chavos occidentales le resulta cien veces preferible a conservar la dignidad en su tierra natal, pues con ellos no sólo conseguirá pan: accederá también a la ciudadanía, es decir, al estatus.

7. La erección del empleo en tótem sagrado de las sociedades occidentales se ha convertido en un pasaporte para justificar todo tipo de tropelías. En este plano, empresarios y sindicatos forman una piña. Un ejemplo reciente: el proyecto de drenaje del río Guadalquivir para ampliar el puerto de Sevilla, el cual supondrá una auténtica catástrofe ecológica, ha sido aplaudida por los representantes sindicales en aras del empleo. No es el único caso: cuando el empresario Puigneró fue condenado por delito ecológico, sus trabajadores se echaron a la calle para defender… ¡sus puestos de trabajo! Resulta congruente con el panorama descrito: los sindicatos de clase, que en otro tiempo supusieron una esperanza para la transformación social, son ahora los más firmes defensores del capitalismo. El oprimido se convierte, de la mano de la religión del trabajo, en cómplice del opresor.

8. Lo peor de la religión del trabajo no es que sea dogmática: es que apenas conoce herejes. El modelo laboral que se perpetúa remite al que surgió en el siglo XIX: una infraestructura económica escindida en capital, por un lado, y fuerza de producción, por otro. Apenas arraigan en España (ese país al que el autoritarismo ha deformado por varias generaciones) el cooperativismo, la autogestión y el autoempleo. Las pocas transfomaciones vienen de la mano del fraude: la subcontrata, el contrato por obra y servicio o el falso autónomo, argucias mediante las cuales el empresariado y la Administración pública se perpetúan en su papel de sumos pontífices de la alienación laboral.

9. “El proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. La pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina libertadora en instrumento de esclavitud de los hombres libres. ¡Oh, pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé tú bálsamo de las angustias humanas!” (P. LAFARGUE, El derecho a la pereza, 1880).

10. A la vista de que los españoles son víctimas del hechizo del trabajo como opio del pueblo, quizás haya llegado la hora de que los desocupados voluntarios levanten su voz e impugnen el totalitarismo del mercado laboral y, por extensión, del capitalismo. Ya que los trabajadores y sus legítimos representantes se han revelado como los compinches de la opresión, sólo entre los ociosos (aristócratas, artistas y contemplativos en general) pueden depositarse esperanzas en una próxima transformación del mundo.

Claro que dicha transformación no se hará en la dirección del saqueo de la naturaleza y de la explotación del hombre por el hombre, sino de la inacción y la poética de la subsistencia. La religión en la que creerán las personas libres ya no será el acopio de bienes y la profanación del tiempo personal en aras de la predación compulsiba de recursos materiales, sino la austeridad y la satisfacción sencilla de las mínimas necesidades cotidianas.

Más que en los trabajadores, los profetas sociales deben inspirarse en los faquires, pues los libertadores del futuro no serán los atareados, sino los perezosos.

LIBERALES SUBVENCIONADOS

Los "liberales" de ambos lados del charcho (EEUU y PP) se jactan de apoyar la "sociedad libre", con todo lo que para ellos conlleva: retirada del Estado del control de la economía, privatización de los servicios públicos, desregulación del mercado laboral, supresión de los derechos sociales, en fin: ley de la selva.

¿Es en verdad así? ¿Practican lo que predican?

No, no lo hacen: el liberalismo de yanquis y peperos es de boquilla, porque luego usan y abusan de los fondos públicos para incrementar sus cuentas corrientes.

Ejemplos: las ayudas públicas multimillonarias que Bush ha concedido a Boeing para contrarrestar la pujanza de Airbus, o los miles de dólares en aranceles que ha permitido enriquecerse al sector del acero norteamericano con restricciones a las importaciones. Estos son datos reales, no declaraciones de intenciones (hasta el punto de que la OMC ha autorizado a la UE a adoptar medidas compensatorias).

En España, otro que tal: el PP condonó la deuda millonaria en subvenciones públicas a Ercros, empresa que dirigía Josep Piqué, operación por la cual la empresa ganó una cantidad astronómica a costa de los españoles. Las eléctricas perciben miles de euros cada mes por supuestos "costes de transición a la competencia", que le pagamos todos nosotros en nuestras facturas. Por no hablar de los miles de millones en ayudas comunitarias ilegales que se embolsan terratenientes y grandes empresarios (caso del lino, FORCEM, Izar), pero que luego tiene que devolver el gobierno socialista.

¿Y las subvenciones a FAES o la Fundación Francisco Franco? ¡Muy liberal, eso de obligar a los españoles a que mantengan económicamente a entidades privadas cuyo único fin es atacar a la democracia y glorificar a un dictador!

En fin, ya lo ven: hipocresía mayúscula, la de esos liberales que, para serlo, necesitan que el Estado social les pase dinero.

LAS VÍCTIMAS

Llevamos unos meses algo ahítos de discursos vindicadores de las víctimas del terrorismo. Todos los partidos dicen hablar en su nombre y a su favor. Voy a mostrarme políticamente incorrecto y a compartir algunas inquietudes:

a) ¿con las víctimas del terrorismo MÁS VÍCTIMAS que las del resto de delitos? Eso es lo que parece. Se dirá que un atentado es un crimen tanto más salvaje cuanto que es indiscriminado y simbólicamente relevante. No diría yo que un atracador callejero discierna demasiado a quién va a privar de su cartera; y en cuanto al presunto efecto moral que causa en la sociedad un zambombazo de ETA, niego que debamos concedérselo en absoluto. Si los terroristas no son, en efecto, sino pistoleros, delincuentes comunes, ¿por qué carajo debemos distinguir públicamente sus tropelías, ensalzando a sus víctimas por encima de las de otros delitos? El primer triunfo del terrorismo consiste en concederle galones de guerra a sus damnificados;

b) ¿deben las víctimas ser tenidas en cuenta por los poderes públicos a la hora de acometer las medidas políticas y penales encaminadas a reprimir el delito? Una cosa es que las víctimas merezcan ayudas públicas para que su dolor se vea mitigado en la medida de lo posible, y otra muy distinta es poner en sus manos la resolución de los conflictos. En Estados Unidos, antes de conceder el tercer grado a un preso, el juzgado solicita la autorización de su víctima: ¿vamos a poner el fin de ETA en manos de quienes menos motivos tienen para perdonar?

c) ¿son todas las víctimas iguales para todo el mundo? No he podido olvidar que, durante la comparecencia en la Comisión del 11-M de Pilar Manjón, presidenta de la Asociación de Víctimas del atentado, Eduardo Zaplana se dedicó ¡a leer el periódico! Ni siquiera se tomó la molestia de contestar a la señora Manjón: le cedió el incómodo papel a una colega con más escrúpulos morales. Si el PP se llena la boca con las víctimas del terrorismo cuando éstas han caído por una acción de ETA, ¿se lava las manos si fueron abatidas por una bomba de radicales islamistas? Por no hablar de los insultos y amenazas de muertes que los derechistas le prodigan a la pobre señora. ¿Es esa la compasión, la solidaridad, la piedad humana que predica la derecha? ¿O se trata todo de una vasta operación de mercadotecnia, encaminada a trabar cualquier forma de entendimiento en esta materia entre el Gobierno y la oposición?

Demasiadas preguntas y muy pocas respuestas, me parece a mí, como para dar por supuesto que todos hablamos de lo mismo (y entendemos las mismas cosas) cuando hablamos de “víctimas del terrorismo”.

ASUMIR LA REALIDAD

En unas recientes declaraciones publicadas por la prensa, la presidenta de Los Verdes destacaba que el proceso de regularización de inmigrantes que acaba de concluir en España mostraba una envidiable “capacidad de asumir realidad”. Me parece una reflexión interesante.

La regularización de inmigrantes ilegales implica que la Administración acepta un hecho y trata de extraerle el máximo partido en beneficio de todos: lo contrario, además de ilegal y poco práctico, habría supuesto una crasa hipocresía por parte de los tutores de la ley y el orden.

Pero es que, bien mirado, esa hipocresía es consustancial a cierta ideología, llámenla conservadora o reaccionaria. Veamos unos ejemplos:

- el adulterio, cristalizado en la figura de “la querida”, coexistió durante décadas con la respetadísima institución del matrimonio convencional, a la cual en último término brindaba un eficaz mecanismo de refuerzo;

- la prostitución, que se ejercía en esos espacios cínicamente intitulados “casas de tolerancia”, servía de válvula de escape para una sociedad represora (en teoría) de los instintos sexuales, a los que así saba salida (en la práctica);

- la bastardía, ominosa categoría con la que se condenaba a los molestos frutos de los “deslices extramatrimoniales” al limbo de la inexistencia oficial, daba forma y sustancia a uno de los más clamorosos escándalos de la civilización burguesa y puritana: la discriminación por razón de cama;

- la violencia conyugal (por no llamarla sexual) se ocultaba bajo la alfombra de una apariencia intachable, a despecho de su extensión e intensidad, de modo que ahora creemos que ha aumentado un fenómeno que, simple y llanamente, se reconoce con mayor valentía y determinación.

En todos los casos, la desviación de una norma rígida e implacable, la de una sociedad clasista, sexista y homófoba, debía ser silenciada para no sufrir el escarnio público. La consigna era: lo que no se sabe, lo que no se admite, no existe en realidad.

Ahora bien, ¿no es esa la pauta que siguen, aún hoy, los adalides de la derecha? Cuando Aznar, arrinconado por Gaspar Llamazares, se niega a admitir en la Comisión del 11-M el menor error en la prevención del atentado, ¿no está aplicando el mismo principio: lo que no asumo, no me ha pasado? Cuando Ángel Acebes se opone ruidosamente a la regularización de los inmigrantes ilegales, ¿no sigue el mismo camino: si no les doy papeles, es que no están... aunque les sigamos explotando?

Esta desviación psíquica, denominada “neurosis” por el psicoanálisis, presta al individuo una salida compensatoria para escapar simbólicamente de una situación real que le oprime.

Ahora bien, la hipocresía, que en una sociedad cerrada y opaca como la burguesa servía como dispositivo de control moral, ¿es plausible en un marco democrático, abierto y transparente? ¿Es viable, en la época de la generalización universal de los medios de comunicación (incluido ese desenmascarador justiciero que es internet), trabajar en mantener una fachada impoluta, cuando las cloacas están llenas de heces?

No. La democracia exige claridad, honestidad y franqueza. Quien se miente a sí mismo, fracasa; y quien miente a los demás, lo acaba pagando. Aceptar la realidad tal como es parece ser, ya, el único modo de transformarla. La vía de la hipocresía sólo conduce al solipsismo, el monólogo y la locura.

SECTARISMO

En su intervención durante el pasado Debate sobre el Estado de la Nación, Mariano Rajoy lanzó una proclama que ha venido propagando últimamente la derecha española a diestro y siniestro: acusó a Zapatero de “sembrar las calles de sectarismo”.

Perplejo me quedé, al escucharle. Primero, porque yo voy andando por las calles y lo único que veo sembrado (y crecido) son los naranjos, las acacias y los jacarandás. Pero es que, además, no sé a qué se refiere con ese palabro. “Sectarismo”, ¿qué será?

Supongo que sectario es aquel que se encierra en su propio grupete, más o menos homogéneo, cultiva una ideología cerril y excluyente, practica el culto a un líder carismático y destruye la personalidad de sus miembros.

¿Es sectario el PSOE aquí y ahora, en la España del 2005? Véamoslo:

- es difícil considerar al socialismo actual como una ideología uniforme, si en su seno se oyen voces tan discordantes como la de Maragall y la de Bono o Rodríguez Ibarra en temas tan centrales como el modelo de Estado o la financiación autonómica;

- a duras penas podríamos admitir que el PSOE se encierra a cal y canto en sus propios planteamientos, pues en la presente legislatura ha pactado en numerosas ocasiones con los demás grupos parlamentarios (incluido el PP, caso de la Ley contra la Violencia Integral), no sólo con ERC e IU;

- tal vez ZP goce ahora mismo de predicamento entre las filas del PSOE, pero no creo que pueda jactarse (aún) de arrastrar a masas enfervorizadas de incondicionales, como sí hizo (y hace) José María Aznar;

- tampoco es de recibo la idea de que el PSOE combata la manifestación individual de sus miembros, en repetidas ocasiones discrepante entre sí, lo cual le ha valido que el PP le acusara de “carecer de proyecto común” ().

Así las cosas, ¿puede calificarse al PSOE de sectario? No, no es posible hacerlo sin faltar a la verdad. Sin embargo, ¿hay datos que permitan tachar al Partido Popular de comportarse como tal?

- con frecuencia inusitada, vota en contra del resto del Congreso, incluso en temas que merecen el consenso de la Cámara (como la moción de condena de la persecución de los homosexuales durante la Dictadura);

- mantiene en solitario unos postulados que los hechos se empeñan en desmentir, como la autoría del 11-M o la legitimidad de la invasión de Irak;

- muestra una, ejem, solidez interna (por no llamar unanimidad) que Juan Cobo, número dos del Ayuntamiento de Madrid, ha tachado de “talibán”;

- practica el culto incondicionado al gurú Aznar, hasta el punto de que es difícil admitir que no siga hablando, cual ventrílocuo, por la boca de su muñeco Rajoy;

- para colmo de males, los seguidores más acérrimos del Partido Popular han mostrado en varias ocasiones en los últimos tiempos su temperamento violento, expulsando a José Bono de una manifestación pública o agrediendo a los asistentes a la presentación de un libro de Santos Juliá.

Vistos los hechos, más bien se diría que quien siembra las calles de un sectarismo furibundo y agresivo es la derecha. Y sólo llevamos un año de gobierno socialista....

CONTRA LA TRADICIÓN

La derecha nacional-católica española sufre de “la hipnosis de la tradición”, que decía Tolstoi. Bajo su paraguas, obispos y políticos populares se han declarado en contra, durante los últimos meses, de ciertas innovaciones legislativas aprobadas en las Cortes Generales, como la ampliación del matrimonio civil a las parejas homosexuales, o de la posibilidad de que la asignatura de religión no cuente con alternativa en la escuela pública, todo ello en nombre de una sacrosanta (nunca mejor dicho) “tradición española”.

Pero, ¿qué es la tradición? La rutina, el hábito de lo que hicieron los muertos, imponiéndose sobre la voluntad de los vivos. Esta perspectiva, radicalmente conservadora e impropia de la sociedad moderna y democrática (la cual basa su ideario en la capacidad de los ciudadanos de decidir lo que desean hacer ex-novo), llevada a su extremo, permitiría por ejemplo avalar la superioridad de los sistemas totalitarios sobre la propia democracia, tan juvenil ella: no en vano, los sistemas representativos en España han gozado, por desgracia, de muy escasa “tradición”, gracias por cierto al empeño de los sectores más tradicionalistas y conservadores.

En el colmo del absurdo, el “argumento” de la tradición nos obligaría a seguir preservando intacta una sociedad patriarcal, machista, homófoba, clasista, sólo por el hecho de que nuestros ancestros fueron incapaces de subvertirla.

Lo que llama la atención es que, frente a esta actitud reverencial respecto al legado de la historia (coagulado en un supuesto “derecho natural” que, en honor a la verdad, no sería más que el resultado de la imposición violenta de un modelo social sobre los demás), los mismos sectores apuesten por alterar algo tan intrínsecamente permamente como ¡el curso de los ríos! En efecto, si de acatar el dictado de la Naturaleza y la Historia se trata, no habría nada más aberrante que el trasvase del Ebro incluido en el Plan Hidrológico del PP: si Dios quiso dar agua al norte y negársela al sur, ¿quiénes somos los seres humanos para enmendarle la plana?

Y es que, a menudo, los conservadores son bastante incongruentes: basta con que se crucen en su camino los mundanos intereses materiales para que abandonen a gran velocidad todos sus escrúpulos históricos y naturalistas. Poderoso caballero...

EL ONANISMO DE ROBINSÓN

El día que ganó las elecciones en 2000 por mayoría absoluta, el Partido Popular se encerró en su torre de marfil y tiró la llave. Es ahora, que sufren los efectos de su actitud durante cinco años, cuando deben apechar con las consecuencias del “aislamiento voluntario” en el que se confinaron entonces.

Ya no se trata de que al Partido Popular le resulte, a día de hoy, imposible tratar de recabar apoyos para sacar adelante una iniciativa legislativa propia, más allá de algún que otro veto simbólico en el Senado. Es que ha logrado concitar en torno suyo el mayor consenso conocido en la historia de nuestra joven democracia. Nunca, como ahora, se había visto un mayor número de grupos parlamentarios apoyando al Gobierno (incluso aquellos que carecen de “contrapartidas” por ello, caso de CiU) y más solo al principal partido de la oposición. Esto no puede ser fruto del azar.

Lo cierto es que al Partido Popular le va, la soledad. Su propio ideario, esos “principios” que tan firmemente dicen defender son, per se, excluyentes: sus “convicciones morales”, a las que tan a menudo apelan, se basan en valores de clase, de privilegio, de superioridad de unos (los fuertes) sobre otros (los débiles), de discriminación de quienes no comparten su moralidad, etc. No es raro, pues, que quien cultiva una doctrina que margina a amplias capas de la sociedad, acabe viendo cómo éstas le dan la espalda.

Uno de los escenarios paradigmáticos de este encastillamiento que ha acabado redundando en rechazo frontal es la política territorial. Durante el cuatrienio negro 2000-2004, el Partido Popular emprendió una política de “involución” autonómica, consistente en tratar de recobrar para el Estado central competencias cedidas, ya sea por la vía legislativa, ya sea por la administrativa. Aunque el Tribunal Constitucional ya ha empezado a dictar sentencias restaurando el orden de las cosas, lo cierto es que el coste electoral que le acarreó al PP la cruzada castiza de Aznar fue enorme: dio alas a los nacionalismos periféricos, afianzó la mayoría absoluta de Chaves en Andalucía, espoléo a ERC en Cataluña y aumentó la brecha existente entre los dos bloques enfrentados en Euskadi.

Es lo que ocurre cuando, en democracia, uno se arroga el monopolio del poder: que los ciudadanos se molestan y acaban arrebatándole el cetro a quien ha abusado de él. Bonita lección que, por lo que vamos viendo, el Partido Popular aún no ha aprendido. Tal vez un nuevo suspenso en la próxima convocatoria acabe venciendo ese empecinamiento que, más que robinsoniano, empieza a sonar a verdadero onanismo.

ENEMIGOS DE DIOS

Muchos son los enemigos Dios, y seculares. Tantos como poderes terrenales han tratado de echarle el cerrojo al patio de luces para hacernos creer que el techo del mundo está tachonado de ladrillos: de límites, de ojos ciegos y tejados.

Tantos son los enemigos de Dios, que renuncio a enumerarlos. Prefiero hacer una abstracción moral de todos ello, remedando el clásico catálogo de los vicios y pecados capitales de la humanidad. Vamos a ello.

LA SOBERBIA. Es el pecado original: usurpar el puesto de Dios y, emulando su voz, decir que hablamos en su nombre. Esta tara es tan común a los que dicen defender a Dios como a los que tratan de combatirlo: ambos se ubican en una perspectiva falsa, la de quien todo lo ve. Pero tamaña omnisciencia no está al alcance de los hombres, así que debemos recelar de cualquiera que utiliza mayúsculas para hablar: la Ciencia, la Fe, la Verdad, la Razón, la Revelación...

LA GULA. Muy común en nuestros tiempos en ciertos barrios de la sociedad opulenta. Consiste en comer (comprar, consumir: destruir) más de lo que se necesita para mantenerse en pie. Es el resultado de haber perdido el sentido de los propios límites, por lo que puede considerarse una forma de soberbia estomacal.

LA PEREZA. De pensamiento. Es una variante de la inercia atávica de los cuerpos a caer a plomo. En su traducción culta, se llama tradición. En clave socioeducacional, disciplina.

LA LUJURIA. No sólo corporal, también espiritual (¡esos éxtasis, esos raptos místicos sublimando las pulsiones de la carne!). En los últimos tiempos, está mutando en logorrea: grandes palabras que, vacías de contenido, sólo le dan gusto al que las pronuncia.

LA IRA. Muy común, ya demasiado. Aúna este pecado ciertos aspectos de lujuria (por lo que tiene de gratificación unilateral y gratuita), de la gula (pues, una vez desatada, se muestra insaciable) y de la soberbia (sólo se enfada quien se cree en posesión de la verdad revelada). Suele empezar como un vientecillo que arrecia hasta degenerar en huracán.

LA ENVIDIA. Hija del complejo de inferioridad y madre de la ira, encuentra en la sociedad capitalista su perfecto caldo de cultivo, pues el monoteísmo de la libre competencia desemboca rápidamente en fraticidio.

LA CODICIA. También conocida con el eufemismo de “sed de beneficios”, conoce en nuestros días su máximo apogeo. Todo y todos se mueven por la expectativa de las ganancias materiales: no sólo los impíos, sino los que a sí mismos se llaman (con soberbia) hombres devotos. Éstos son los peligrosos: los que, desde las filas de Satán y confiados en la pereza de los ciudadanos, azuzan la envidia o libre competencia para que alimentar su gula de bienes temporales.

Sí, en efecto: la sociedad actual está enemistada con Dios. Para recobrar el contacto con la trascendencia, habría que desmontarla pieza a pieza: ¡fuera libre competencia, fuera sed de beneficios dinerarios, fuera iracundia y fuera guerras!

¿Quién tira la primera piedra?

TENGO MIEDO

Dijo ayer el arzobispo Carles que los cristianos tienen miedo. Es normal. El buen cristiano debe tenerlo. Pero no de sus conciudadanos, que no otra cosa practican que la tolerancia y el libre ejercicio de las libertades, sino de Dios.

Acudo a la Sagrada Escritura para documentarme. Lo primero que encuentro son las siguientes palabras: “Principio de la sabiduría es temer al Señor” (Si, 1, 14). Y también: “El temor de Yahvé es el principio de la ciencia” (Pr 1, 7). El temor de Dios, la certidumbre de su omnipotencia, nos da la justa medida de nuestra propia incapacidad de disponer de nosotros mismos. Sí: el creyente en el Dios de los judíos y de los cristianos tiene que tener miedo: es parte de su fe y síntoma de su convicción.

Continúo buscando y doy con el siguiente párrafo. “He oído y mis entrañas se estremecen, a esa voz [la de Yahvé ] titubean mis labios, penetra la caries en mis huesos y tiemblan mis pasos” (Ha, 3, 16). Ante la percepción de la inmensa fuerza de Dios, el creyente se siente desbordado y, como lógica reacción, le embarga el pánico.

Sigo buceando en la Biblia, libro de libros. Encuentro entre los Salmos la siguiente frase dirigida al Supremo: “Por tu terror tiembla mi carne, de tus juicios tengo miedo”. Claro, ya lo decía yo: creer es saber que se es débil, y que se está expuesto. Uno cree porque conoce su vulnerabilidad, pero la propia creencia, al instaurar una instancia infinitamente superior al creyente, también inaugura un tiempo de precaridad. Tener fe implica, a un tiempo, el temer y el saber que no hay nada que temer (porque lo que nos amenaza cobija lo que nos salva, como más o menos dijo Hölderlin).

Así las cosas, y si el temor de Dios es piedra basal del cristianismo, ¿por qué se quejaba el arzobispo Carles de que los creyentes tengan miedo? Debería felicitarse por ello.

Claro que, en realidad, Carles no estaba hablando de eso. Es más: hace ya mucho tiempo que ni los obispos ni el propio Papa de Roma (¿acaso no dijo Ratzinger que Juan Pablo II se le había aparecido para advertirle de que “no tuviera miedo”?) no hablan en términos sagrados, sino en clave profana. A lo que se refiere Carles, tirando la piedra y escondiendo la mano, es a un miedo espurio: social, callejero, pedrestre. Miedo a confesarse cristiano por miedo... ¿a qué? ¿A ser quemado en un pira, como hizo la Iglesia Católica con su Santa Inquisición? ¿A perder todos los derechos sociales, tal y como sucedió durante el franquismo?

No lo sé. En cualquier caso, que Carles hablase del miedo en abstracto para referirse, no al temor de Dios, sino a la inhibición de los creyentes, nos da la medida del estado en que se encuentra la jerarquía eclesiástica: a la defensiva en términos pastorales, y a la ofensiva en clave mediática.

CATOLICISMO E HISTORIA-FICCIÓN

Es un hecho bien conocido que las sociedades avanzadas, en las cuales la escolarización obligatoria se considera una conquista, padecen una dolencia que las socava por dentro: el analfabetismo funcional.

Al parecer, la Iglesia Católica ha caído víctima de esta epidemia.

Pues no de otro modo se puede explicar el ejercicio de historia-ficción que constituye el panfleto “Democracia y moralidad”, escrito por Dalmacio Negro y publicado en el semanario Alfa y Omega, semanario del Arzobispado de Madrid que se distribuye gratuitamente con el diario ABC.

Simulando realizar una recapitulación histórica de los valores democráticos, el señor Negro realiza las siguientes afirmaciones:

a) “El Estado social democrático requirió un largo proceso de maduración, que comenzó en la Edad Media, bajo la influencia del cristianismo”.

Parece mucho retroceder, sobre todo cuando se ha liquidado de un plumazo la democracia ateniense acusándola de que “la libertad era para los griegos mera libertad exterior” (¡como si hubiese otra!).

Lo sorprendente es que no se aduce en apoyo de dicha tesis —realmente novedosa, para qué negarlo— ni un autor, ni una fecha, ni un solo ejemplo, ni una definición de qué carajo le debe el Estado social democrático a la Edad Media. ¿Tal vez la teocracia? ¿Las órdenes de caballería? ¿La economía de subsistencia? ¿La superstición? ¿El milenarismo? Silencio total. Para Negro, su afirmación debe tener la naturaleza de un dogma: no requiere ser demostrada, basta con recibirla acríticamente en nuestra alma iluminada.

b) “Sólo con el cristianismo irrumpió con fuerza la idea de la igualdad esencial y natural de todos los hombres”.

Ignoro a qué se refiere Negro cuando habla de cristianismo, en general: no creo que tenga al catolicismo en mente, con su concepción jerárquica de la Iglesia, su defensa de los valores clasistas y su apoyo (no hipotético, sino históricamente documentado) a regímenes totalitarios y dictatoriales. Acaso piense Negro, al hablar de igualdad, en la que se da entre los soldados de tropa: todos iguales, todos obedientes.

c) [Gracias al peculiar concepto de igualdad de la Cristiandad medieval], “prácticamente a finales del siglo XV había desaparecido la esclavitud, que se reintrodujo de nuevo a raíz de los descubrimientos de nuevas tierras y civilizaciones en las que era normal, en el siglo XVI”.

Es decir, que si los colonizadores de América sojuzgaron a las poblaciones indígenas, fue por pura cortesía. ¿No dice un refrán español que “allí donde fueres, haz lo que vieres”? De modo semejante procedieron los grandes terratenientes del sur de los Estados Unidos, devotos lectores de la Biblia: secuestraban africanos para utilizarlos como mano de obra gratuita en los campos de algodón, no por carecer del sentido cristiano de la igualdad, sino para emular los hábitos locales de las tierras conquistadas. ¿Será eso lo que los teólogos llaman pomposamente “inculturación”?

Mayor incultura, cinismo e inhumanidad, no se puede tener. Claro está que leemos a un católico, lo cual obliga a aparcar todo lo que uno haya leído, estudiado y analizado, para hincarse de rodillas ante la Cruz.

Pero sigamos, sigamos con el señor Negro.

d) “El despliegue de las posibilidades de la libertad cristiana es lo que explica el paso del Estado aristocrático de la sociedad al Estado social democrático”.

Ni una alusión a la Revolución Francesa, a la Declaración de los Derechos del Ciudadano, a las luchas obreras del siglo XIX. De creer al señor Negro, fueron los monjes y sacerdotes quienes derrocaron al Antiguo Régimen.

Lógico: la consulta de las fuentes documentales le habría proporcionado al señor Negro una visión de los hechos que, aunque ajustada a la realidad, tiraría por tierra su hipótesis: que el catolicismo, modelo donde los haya de opresión del individuo en aras del Poder absoluto, fue el adalid de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y que debemos estarle divinamente agradecidos por habernos permitido vivir pacíficamente en democracia.

Ni una palabra del apoyo activo que brindó la Iglesia Católica a las bárbaras dictaduras de Franco, Pinochet, Salazar y Videla; ni una palabra tampoco de su persecución implacable de la disidencia social y el pluralismo ideológico, utilizando la pira inquisitorial como parrilla igualitaria y los Evangelios como sangriento martillo de herejes.

Para mantener inmaculada su crónica de historia-ficción, un católico tiene que relatarla como si de un cuento infantil se tratase: sin alusiones a hechos escabrosos o detalles altisonantes que pudieran romper el hechizo.

e) “El problema de la democracia como consecuencia del Estado social democrático no lo resuelve el igualitarismo, que hace prevalecer lo inferior sobre lo superior”.

Acabáramos. Tras un recorrido completamente falso e indocumentado de la historia de las ideas de libertad, igualdad y democracia, el señor Negro dirige la pluma contra su auténtico objetivo: el sistema político implantado desde 1978 en España.

Según él, la democracia igualitaria supone la subversión social, puesto que permite que “lo inferior” (¿el Pueblo? ¿los trabajadores?… ¿los gays?) se imponga a “lo superior” (¿el clero? ¿los ricos propietarios? ¿el Opus Dei?). Imposible precisar de qué está hablando Negro: al igual que todo su artículo prescinde católicamente de la verdad histórica, sus análisis se abstienen de precisar quién es quién en su sainete caricaturesco.

Claro que tal vez el señor Negro esté hablando en clave: no para los lectores informados que puedan leer por azar su panfleto, sino para los creyentes que, ya desde el principio, comparten la hostilidad del autor hacia el sistema democrático y se dejan seducir por fábulas iletradas y disparates sin base real ninguna.

f) [En la democracia española actual] “se dogmatiza el relativismo moral, perdiendo su sentido el mando y la obediencia, la autoridad y el poder, resultando imposible gobernar”.

Lo que me temía: para Negro, íntegro analfabeto funcional aunque fidelísimo reproductor de Ratzinger, la igualdad consiste en someterse dócilmente a la guía de un caudillo (el mando), orillando la duda y el diálogo entre opciones morales diversas (el relativismo) y entregándose alegremente (la obediencia) a la celebración de una única Fe: la que irradia de un varón despótico (la autoridad y el poder) que gobierne en aras del orden… católico, claro.

El hecho evidente de que la democracia consiste, justamente, en gobernar mediante el acuerdo y la negociación, el respeto por la libertad del otro y la voluntad de alcanzar un entendimiento pacífico, a un católico se le antoja la antesala de la anarquía: el poder, para merecer dicho nombre, tiene que ser unilateral, indiscutible e impositivo.

P.S. Visto lo visto, ahora comprendemos por qué la jerarquía católica (a través de su organización-títere, la CONCAPA) pretende imponer la enseñanza de la religión en las aulas públicas: para contar la historia a su modo, y mentir sin que se les caiga la cara de vergüenza.

APÉNDICE
ORIGEN Y SENTIDO DE LA DEMOCRACIA
(LA HISTORIA REAL)

En una entrevista concedida el pasado 22 de enero a El País, Francisco Rodríguez Adrados (uno de los helenistas más ilustres que ha dado este país, actualmente miembro de las Reales Academias de la Lengua y de la Historia) exponía la historia real del origen y sentido de la democracia. Léamosle, y aprendamos de él.

P. ¿Por qué nació la democracia en Atenas?

R. Hubo una preparación intelectual, claro. Como en la Revolución Francesa con la Ilustración. Se hablaba del hombre como ser único, de igualdad, de libertad; ahí estaban los presocráticos […] Y aunque luego Aristóteles hablara mal de ella y para santo Tomás fuera el vade retro, volvió a surgir, en ciudades italianas, en los comuneros de España, en la revolución inglesa, la americana, la francesa…

[Ni una palabra, pues, del presunto “origen cristiano” de la democracia, antes al contrario: se cita a uno de los doctores de la Iglesia como enemigo activo de la misma. En cambio, se reconoce a la Revolución Francesa como el hito para su recuperación, anterior incluso a la americana a la que sí alude, ¡oh casualidad!, el católico Negro].

P. ¿El sistema político predominará en el futuro?

R. Tiene enemigos radicales, claro. Los islamistas le dirán que el poder viene de Dios y que nada de votos. Eso es una reliquia del pasado.

[Se olvida el ilustre helenista de los fundamentalistas católicos, monseñor Schooyans, el cardenal Ratzinger y sus acólitos del Arzobispado de Madrid, quienes no tienen empacho en equiparar democracia a “totalitarismo de las masas” y remiten la única fuente del poder a Dios. ¡Qué despistados andan algunos!]

P. ¿Tienen ahora influencia los intelectuales en lo político?

R. La teoría de la democracia está ya en Protágoras, con ese “el hombre es la medida de todas las cosas”. De ese ambiente surge Pericles. Era una época fantástica.

[El antropocentrismo de los sofistas, que es la raíz misma de la democracia tal como la entendemos en el siglo XXI, casa muy mal con el teocentrismo del fundamentalista católico, para el cual la dignidad humana consiste sólo y exclusivamente en someterse a Dios… o mejor, a la Iglesia].

P. Llama la atención tan poco aprecio por los orígenes de la democracia…

R. Pero las semillas quedan. Por ejemplo, los cristianos acabaron con el teatro, los juegos, el erotismo, con esa sociedad abierta… Parecía que todo estaba perdido. Y desde el siglo XV [con el humanismo renacentista] está otra vez vivo, otra vez hay atletismo, culto al desnudo, teatro.

[De nuevo el cristianismo como obstáculo para el desarrollo de una sociedad plural y democrática; de nuevo la Iglesia con su oposición a la plenitud del hombre, coartando la expresión libre de las ideas y coartando su desarrollo integral].

Nada de esto es desconocido para cualquier persona que haya cursado el antiguo Curso de Orientación Universitaria. Ningún alumno superaría la prueba de selectividad si sostuviera las descabelladas hipótesis del señor Negro contra la historia real, resumida por Rodríguez Adrados.

¿Hace falta más pruebas para demostrar que la Iglesia Católicatiene un grave problema de analfabetismo funcional?

UN PARTIDO NO DEBE TENER PRINCIPIOS

El Partido Popular se jacta, una y otra vez, de ser “un partido de principios”. El propio Mariano Rajoy, en su alocución durante el Debate sobre el Estado de la Nación, le espetó a Zapatero que carecía de principios.

Tengo que reconocer que, en política, el valor de los principios me parece dudoso. Porque, al fin y al cabo, ¿cuál es la tarea de un partido político? ¿Propugnar públicamente un credo cerrado, al cual los ciudadanos deberían adherirse de manera incondicional? ¿O más bien, tratar de prestar atención a las demandas de la población, de brindar soluciones a sus problemas reales?

No hay duda de que un partido, por motivos de tradición y también de elección, encarna un ideario, o más bien, una sensibilidad, un modo propio de afrontar los problemas. Esta sensibilidad es la que permite al electorado confiar en que, ante una cuestión no contemplada explícitamente en los programas respectivos de las diversas formaciones, la balanza caerá de un lado y no del otro. Pero, en términos materiales, lo que debe primar en el sistema representativo es, siempre, el interés general, no los principios que ostente quien recibe el mandato de velar por él.

Así que, cuando escucho a la derecha española jactarse de sus principios, me asaltan las dudas: ¿pretende que, con mi voto, le entregue también la dirección de mi conciencia? ¿O es que me garantiza que, en caso de acceder al gobierno, no velará por el interés general, sino que tratará por todos los medios de ser fiel, a cualquier precio, a esos santos principios, o tal vez intereses, a los que no renunciará bajo ningún concepto?

Creo que la trayectoria mostrada por el Partido Popular en los últimos años contesta por sí misma esta pregunta.

LA INVERSIÓN DE LA CARGA DE LA PRUEBA

La inversión de la carga de la prueba
Votó ayer el Congreso de los Diputados una moción por la que se reconocía (como ya han reconocido Bush, la CIA y Blair, confirmando lo que los inspectores de la ONU hace tres años) que en Irak NO HABÍA ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA.

Esta ausencia de arsenales es un hecho constatado. Cuando algo no se detecta, ni se puede demostrar de forma fehaciente, es que NO EXISTE... hasta que se demuestre lo contrario. Pero es que el Ejército de los EEUU ya ha desistido de encontrarlas. No existen.

Todo esto está claro para todo el mundo mundial... excepto para el PP. Tanto es así, que ayer votó EN CONTRA de la resolución, porque (en palabras de Gustavo de Arístegui) "no ha quedado demostrado que dichas armas NO EXISTIERAN".

La inversión de la carga de la prueba, que en términos legales y jurídicos es inaceptable, parece convertirse en el enésimo ardid que la derecha utiliza para salvar la cara cuando, como todo el mundo sabe, ya se la han roto. Porque ES IMPOSIBLE demostrar la existencia de algo, con el argumento de que NO SE HA DEMOSTRADO que no exista. Por la misma regla de tres, se podría condenar a un presunto delincuente sólo por el hecho de NO DEMOSTRAR que no cometió el cargo que se le imputa.

Esta burda treta que atenta, no sólo contra la razón jurídica, sino contra el sentido común, va más allá de la guerra de Irak: se extiende al 11-M ("no ha quedado demostrado que ETA no estuviese implicada") y se puede ampliar al tema que se quiera, pues el absurdo no conoce más límites que los que le imponga el fabulador: no ha quedado demostrado que Dios no crease el mundo en siete días, no ha quedado demostrado que Dios no resucitase...

Para el PP, lo que no se puede probar es lo que realmente existe. Para el resto del mundo, sólo existe lo que se prueba realmente. ¿Dos Españas? No: dos formas de ver el mundo, la fantástica y teológica y la científica y racional.

RADICALES Y EXTREMISTAS

En una entrevista concedida al diario La Razón, Ángel Acebes (del Partido Popular, agrupación a cuya derecha no hay nada) afirmó hace unos meses: “El PSOE es un partido radical y extremista”. En el debate sobre el estado de la Nación, y con un tono apocalíptico, Rajoy acusó a Zapatero: “Es usted RADICAL”.

A bote pronto, suena grave. Quizá de un modo inconsciente, uno tiende a imaginar a radicales y extremistas como personas (varones, casi siempre) melenudas y desafeitadas, con mugre entre las uñas y los dientes cariados. Comoquiera que los representantes políticos del PSOE suelen aparecer en público con corbata y el pelo corto, hay que suponer que ni Acebes ni Rajoy iban por ahí, aunque algo de esa imagen troglodita sí querían endosarle al adversario.

Quizás por “radical y extremista”, el PP quiere decir “muy lejos del centro”. Claro que el problema, lejos de resolverse, se multiplica al infinito porque, ¿quién y por qué se atribuye la autoridad para colocarse en el eje de simetría del espectro político, expulsando a los demás hacia la periferia?

A mí se me ocurren dos entes con capacidad para hacerlo sin sonrojarse: Dios y José María Aznar. Ahora bien, como el primero tiene poco que ver con la política democrática y el segundo está gozando de un merecidísimo descanso en sus admirados EE.UU., cabe concluir lo siguiente: en el centro politico se coloca a sí mismo quien habla, por lo que no puede tratarse de una ubicación real, sino de un efecto óptico. No en vano, en el continente americano el mapamundi escolar sitúa al Nuevo Mundo en el centro del planisferio, mientras que los europeos nos vemos desplazados hacia un lateral.

Cabe la posibilidad de que, con sus ardientes palabras, Acebes y Rajoy traten de infundir miedo y rechazo en cierta bolsa de potenciales votantes, los cuales (a decir de los analistas electorales) huyen del extremismo como de la peste. En esta clave, el Partido Popular, simplemente, trataría de presentarse con un porte elegante y engominado frente a su ruda oposición (que, por cierto, está en el gobierno), a la cual dichos votantes deberían visualizar como un compendio de la más furibunda de las exaltaciones demagógicas: intransigente, reacia al diálogo, encastillada en actitudes dudosamente edificantes, etc.

Pero es difícil que el Pueblo español pueda aceptar esa imagen del PSOE. Ante todo porque, para llevar a cabo su acción de gobierno, los socialistas han contado, están contando y contarán con la valiosa contribución de otras agrupaciones políticas, por lo que la falta de diálogo como atributo de su presunta radicalidad queda excluida ya de entrada.

Tal vez lo que se pretende poner en entredicho es la bondad misma de este aval. Según los adalides de la derecha (o del centro, como ellos dicen verse a sí mismos), recibir el apoyo de partidos políticos democráticos y legales puede parecerse, en gran medida, a pactar con el Diablo. Claro que, para aceptar esta tesis, antes hay que asumir esta otra: que en democracia no se pueden defender las propias ideas, ni aun en el caso (como es el caso) de hacerlo sin apelación a las armas ni a ninguna forma de desobediencia civil. O lo que es lo mismo: que el arsenal conceptual al que deben atenerse todos los partidos no puede ir más allá de un repertorio limitadísimo y, al parecer, controlado y certificado por el propio Partido Popular. Todo aquel que osara desviarse de ciertos artículos de fe, merecería “ipso facto” ser tildado de radical o extremista… o de hereje, que quizá sea el apelativo que, en otra época, la derecha le habría endilgado al discrepante, por el mero hecho de serlo y no ocultarlo.

Otra posibilidad sería que, en efecto, el PSOE fuera un partido radical (lo de extremista vamos a dejarlo, porque ya hemos visto que tal calificativo se refiere siempre a una distancia respecto al calificador y no nos puede decir nada acerca del calificado).

Étimológicamente, radical sería aquella ideología que apelase a la raíz. En este plano, podría intercambiarse con “fundamentalista”: ambas actitudes negarían el valor del presente para constituirse en opción política válida, de modo que sus cimientos deberían buscarse en el pasado, el cual vendría a proporcionarle a la actualidad su fuerza y concreción.

Visto así, es difícil aceptar que el PSOE sea un partido radical, más bien todo lo contrario: cuanto más tiempo pasa, menos se parece este socialismo al que le dio origen, histórica y nominalmente. Para empezar, ya sólo desde el humorismo podría emparentársele con el obrerismo primigenio. Pero es que el día a día nos demuestra que, hoy por hoy, el PSOE se caracteriza (para unos es su peor defecto; para mí, su mayor virtud) por su naturaleza lábil, voluble y adaptativa. Con no poca razón, puede decirse del socialismo actual que es lo que sus afiliados y votantes quieren que sea en cada momento —hasta tal punto ha llegado su “indefinición” política.

Por el contrario, el Partido Popular sí se nos aparece como una formación fundamentalista: recurre una y otra vez a los mitos más rancios del peor casticismo (el de Maeztu y Ganivet, el del catolicismo ultramontano y la más pimpante involución moral); difunde una imagen de España unitarista y poco plural; estigmatiza a quienes no comulgan con sus ruedas de molino usando y abusando de un rosario de epítetos poco o nada moderados… Visto así, parece difícil que el PP esté legitimado para asumir con el desenfado con que lo hace el papel de centro que se arroga.

Que más o menos va por ahí la cosa se demuestra en la apelación continua de los portavoces del Partido Popular a la supuesta “debilidad” del PSOE, dada su propensión a rectificar y contradecirse, pactar y negociar con todo tipo de fuerzas políticas y sociales. Este atributo, que para una persona proclive a los valores de fuerza y autoridad puede parecer el peor de los insultos, para un demócrata convencido se revela, por el contrario, como todo un elogio. Si débil es aquel que dialoga, negocia, propone y, llegado el momento, acepta y cede, habría que empezar a reivindicar activamente la debilidad como valor, ejem, central de la izquierda.

En fin, vamos terminando: Acebes y Rajoy recurren a un abuso lingüístico para descalificar al oponente político, pero con ello no sólo han demostrado su escasísima formación intelectual, sino que han puesto a su propio partido en evidencia. Pues basta con desplazar el punto de referencia del analista (del centro a la extrema derecha) para constatar quién apuesta en España por la moderación y el consenso y quién, simplemente, exagera, desbarra y se aísla en su numantinismo insular y ensimismado.